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Ella era perfecta...

Querer a alguien fácilmente se puede confundir con un instinto de posesión; querer un dulce, como querer el oro… ¿Cómo saber cuándo querer se traduce en algo bello, en compartir y procurar la felicidad de alguien más?

 

Ernesto era un filósofo, el mejor de la Ciudad Nublada, sin embargo era un solitario, no practicaba deporte alguno, carecía casi por completo de sentido del humor, su personalidad era predecible y no era precisamente la persona que los vecinos del pueblo deseaban como amigo, sólo ante alguien se esforzaba en ser lo mejor que podía…y esa persona era Alicia, su novia, la princesa de “Ciudad nublada” de la Dinastía “Alba”. Resulta difícilmente fácil describirla… era pues… perfecta. Así, sin más: Perfecta (debo confesar que siempre me intrigará con qué palabras o medios hubiera él mismo podido describirla).

Ambos eran muy felices, juntos, aunque no por separado, no él. Tanto quería a su chica y tan fiel era a su filosofía que vivía convencido de no ser suficientemente bueno para merecerla, pues deseaba para ella sólo lo mejor: sólo perfección, y a pesar de que intentó siempre escribir la poesía perfecta, preparar la comida perfecta e incluso bailar perfectamente en las fiestas reales, él sabía que no era perfecto, que nunca lo sería.

En un tropiezo de prejuicios, me pregunté –igual que el resto de Ciudad Nublada– ¿por qué Alicia había rechazado a tantos y tantos príncipes ricos, apuestos y simpáticos, y en su lugar preferido a un chico humilde, aislado y gris?...

 

El siguiente sábado habría una fiesta para recibir a dos nuevos habitantes del pueblo, un carpintero y su hijo. Ninguna importancia le dio Ernesto a este hecho a pesar de la emoción que invadía su amada quien se alegraba de recibir a más personas en su pequeño reino. Él se fundió con sus libros toda la tarde y toda la noche, planeando a la vez y sin saberlo la conversación perfecta que al día siguiente tendría con Alicia… en medio de la noche, se abrió la puerta de la cabaña que siempre albergó al amante de los libros y la soledad…

 

– Disculpe, Monsieur, es un atrevimiento de mi parte interrumpirle, pero la pena de no atreverme sería aún más grande. Y es que mi padre requiere de una vela, confesar debo que no hay ni un gramo de plata en mis manos ni en mis bolsillos, le pido me comparta una de las suyas, pero no una pequeña, no una usada de ser posible, si fuese para mí cualquier sobrante sería suficiente, sin embargo es para la persona más importante de mi vida, y deseo para él lo mejor en hasta en los mínimos detalles. No podré pagarle mañana, quizá nunca y es que esto significa tanto… y aun así, tan pronto me sea posible procuraré reparar la deuda que ahora contraeré…adivino por sus ojos que no me negará la ayuda.

 

Ya le he interrumpido demás, pero es simplemente porque veo en sus ojos que las frases de los libros no le son ya suficientes, miserable debe ser la vida si  no se disfruta la lectura de ese libro que sostiene… pienso que mis palabras, si bien no son profundas, igualmente iluminan un poco su rostro, sus pulmones y le protegen un poco de los voraces libros que habitan su hogar…

 

Así, dejo en prenda mi palabra. Desearía charlar con usted, se escuchan cosas magníficas de su intelecto, quisiera plantearle un par de dudas existenciales que quizá usted no pueda responder por ser filósofo, pero vaya si sería interesante… mas no será esta noche, mi padre espera. Remendando está unos zapatos que usaré en la fiesta que se aproxima. Le cuento que es una escena hermosa, me ha hecho llorar, su vista está cansada y la luna hoy no le es suficiente.

 

Me agrada que no se inmute, ni se haya molestado aún por mi presencia, me agrada ver sus manos manchadas de tinta y tabaco, he decidido creer que es usted una gran persona, y no lo digo por la vela, es que… sus ojos…

 

Ernesto interrumpió poniéndose de pie, tomó una vela cualquiera del cajón pero con la solemnidad que se entrega la corona a un rey, aquello parecería cualquier gema preciosa, pero jamás una vela pasando de mano en mano. Sin despegar la mirada de los ojos serenos y húmedos del chico entregó la cera. No dijo nada, apenas se dio cuenta de que llevaba todo el tiempo con la boca abierta, la cerró, tragó un poco de saliva y miró al chico partir, cerró la puerta.

 

Ernesto dejó el pueblo esa misma noche, cargaba con muy poco, bastaron un par de libros, tabaco, tintero y papel. Se alejó sin expresión alguna en el rostro, y así se perdió su silueta en el horizonte al tiempo que rompía el amanecer.

Durante la fiesta, Alicia lloraba la ausencia de su amado en una fuente a las afueras del palacio. Apareció el chico para quien se había dedicado la fiesta portando unos zapatos y un traje nuevos, se sentó junto a ella con un libro en la mano…

  •  

  • -Hola. Admitir debo que me invade la curiosidad por descubrir su nombre, acercarme un poco más o esperar por una brisa para oler su perfume, pero le ruego no se preocupe, no me atrevería a acercarme, ni siquiera pensar en limpiar sus lágrimas, pues sólo el cielo sería digno de tocar su piel, tampoco a cambiar su ánimo, pues usted puede estar tan triste como desee… si ello le hace feliz. Tengo además un secreto que compartir sólo con usted.

  •  

Volteó sorprendida por las palabras de aquél chico…un golpe detuvo el aire en su pecho, sólo pudo decir antes de perder el aliento:

 

  •  -Tus ojos…

     

     

     

     

     

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