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El porqué de las promesas

Eso de creer en promesas

Se nos da bastante bien

Quizá porque nos gusta pensar que lo merecemos todo, sin esfuerzo alguno

Quizá sólo por fantasear

Podría ser que al charlar entre dos damos por hecho que quienes mentimos somos nosotros…

 

Es muy cuestionable la decepción, viene desde arriba, desde la expectativa.

Una promesa no nos obliga a creer en ella. A veces, ni siquiera Dios lo hace.

Y aun así, cuánto reclamo y maldiciones mandamos en contra de quien no hace nuestra voluntad.

 

Nos gusta creer en las promesas, en la antigua tradición de poner la palabra en prenda, como cuando existía el Honor: es un juego de princesas; de cuentos breves y felices, pero mira si la vida se puede tornar realmente larga.

Sólo los finales son breves, más aún si son o parecen felices.

 

Quien inventó las promesas, también inventó las mentiras.

Qué mejor forma de callarnos

Que diciendo justo lo que queremos escuchar,

Con total convicción, con toda la sinceridad que nos es posible fingir…

Por eso nos gusta que nos hagan promesas, porque al final siempre podemos culpar al otro, ¡qué delicia!... Poder errar a conciencia y seguir en el rol del inocente… ¿o de idiota?, qué más da, mientras no sea el del villano… no uno confeso…

 

Promesa, acuerdo, pacto, juramento, etc.

Nos va muy bien

Porque así, fingimos no saber cuál es nuestra parte del trato y podemos adulterar los términos y condiciones

 

No podemos dejar de lado que la promesa es frágil.

Que eventualmente habrá de romperse, porque aceptémoslo, para eso la creamos, para después ir a recoger de entre sus pedazos nuestro premio; el ego.

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